Ushuaia 13 de julio 2023.- No hay una sola forma de olvido, ni un solo signo de valoración para esa desaparición a manos del defecto de memoria. José María Castiñeira de Dios es un ejemplo de esto. Fue el primer poeta fueguino, y también, el más trascendente. Esta doble condición privilegiada debería haberle otorgado la estatura de prócer entre nosotros. Pero lejos de eso, a pesar de su excepcional talento para la escritura que lo destacó entre los escritores argentinos de la generación del 40, Castiñeira de Dios parece verse empañado por un insólito velo de omisión en su propia tierra natal. Sorprendentemente, no ocupa un lugar destacado en la consideración general de nuestra sociedad y su nombre no es una referencia central en el discurso cultural de nuestra provincia o en su historia literaria.

Lo que llama la atención de este caso de amnesia es que se cierne sobre un hijo de esta tierra que era conocido por su maestría literaria cuando la isla solo era sinónimo de lugar maldito y confín más inhóspito del mundo, conocido por su aptitud exclusiva para el castigo que se materializaba en una oscura colonia penal.

“Pero estabas cortada de la patria que amamos,

como un segmento de carcoma; decían

que eras tierra maldita,

donde no crece el pasto,

Donde Dios ha regado con sal el monumento

de la muerte.”

Tierra del Fuego tenía entonces 5000 habitantes cuando su más temprano poeta ganaba premios a nivel nacional al lado de Manuel Mujica Lainez y Silvina Bullrich. A pesar de todo, y por un motivo algo opaco, parece que no llegara a sentirse en la isla a Castiñeira de Dios como un escritor propio. Tal vez una causa de esa negación venga dada porque la historia de Castiñeira de Dios desmiente todo el imaginario de la evolución poblacional y cultural de Tierra del Fuego. Castiñeira de Dios funciona como un traumático espejo invertido para todos nosotros: en principio fue un fueguino nativo que emigró. Dos circunstancias, ya de por sí, excepcionales en 1920. No tenía conexión alguna con los pueblos ancestrales, no era hijo de chilenos ni de argentinos pioneros, no tributó a ninguna de las dudosas mitologías de antiguos pobladores. Fue el hijo de gallegos afincados en Ushuaia en 1913, a los que no les fue todo lo bien que esperaban y se trasladaron, primero a la provincia de Buenos Aires y, luego, a la capital. Su caso por lo tanto no sirve a ninguna épica narrativa de nuestra provincia.

Y no es que su partida temprana de Tierra del Fuego, apenas tenía 7 años, lo volviera ajeno a la isla donde había nacido, ya que éste siempre fue su lugar de origen, su referencia ineludible.

“Bajo la luna inútil de Buenos Aires vuelco

hacia ti, patria mía, mi corazón perdido.

Es una misma noche la que alienta y corona

mi pecho y tus mareas” 

 

Al revés que para la mayoría de los que hoy vivimos aquí, este sur era el norte de la peregrina nostalgia del escritor y de su íntimo eterno retorno. “Ser fueguino es serlo en soledad y desamparo” dijo Castiñeira, y el olvido y la falta de reconocimiento en que se encuentra, aún después de fallecido, parece ratificarlo en la condición de fueguino cabal en que nació: lejos de todo, desarraigado y sin refugio.

“¡Acógeme en tu espacio de piedra, viento y nieve,

dame el fruto morado del regreso

que ofrenda el calafate,

y el corazón de la frutilla,

que soy el-hijo-pródigo.!”

Es cierto, también, que para el olvido colectivo Castiñeira de Dios contaba, además, con los tres estigmas que en Argentina parecen invalidar cualquier escritura magistral o cualquier pretensión intelectual. Era peronista en su fe política, católico en la práctica religiosa y clásico en la creación literaria. Compartía estos gustosos lastres con su maestro Leopoldo Marechal, del que se sentía deudor en su formación y al que le dedicó una amorosa despedida poética.

“Ha llegado la hora de decirte “hasta luego”.

Quiero, amado maestro,

dejar así las cosas como fueron y son

-“sólo es fatal en nuestra patria joven”-

y alzar mi vaso lleno de buen vino carlón

y decirte: Maestro,

¡hasta que llegue el día

de juntarnos allí donde nadie hace sombra!”

Pero si este olvido nos avergüenza hay un olvido que lo engrandece. Porque uno de sus versos repetidos se ha vuelto un mito nacional. Raro logro de un poeta ganado al precio de que sus palabras trasvasen hasta a la persona evocada y se atribuyan a ella y no a su autor.  Extrañísima manera de entrar al olvido por la puerta de la gloria. Desaparición en la articulación poética que traspasa las reglas ficcionales para volverse esperanza del pueblo como sucede con la última línea de este grandioso poema dedicado a Evita:

“Yo he de volver como el día

para que el amor no muera

con Perón en mi bandera

con el pueblo en mi alegría

¿Qué pasó en la tierra mía

desgarrada de aflicciones?

¿Por qué están las ilusiones

quebradas de mis hermanos?

Cuando se junten sus manos

volveré y seré millones”.